La navidad de 1999 me regalaron un libro sobre un chico que era mago y que en el título decía algo sobre una piedra filosofal. Yo, que a los diez años no me creía ninguna boluda, pensaba que me habían regalado un libro infantil, que la abuela se había equivocado. Pensaba “al final, siempre lo mismo, a una la tratan como una nena”.
—Leélo— me insinuó mamá.
Nos subimos a un bus en Londres a las diez de la noche y, casi nueve horas más tarde, nos bajamos —borrachos por el sueño entrecortado de viajar nueve horas en una butaca de colectivo— en el pasado.
Recién amanecía en Edinburgo y nosotros ya entrecerrábamos los ojos, más por el cansancio que por los primeros rayos de sol —sí, nos tocaron todos días soleados.
Pagué veinte centavos de libra para usar el baño de la estación de bus y lavarme un poco la cara, los dientes: quería salir más o menos digna a caminar por la ciudad donde J. K. Rowling imaginó, décadas atrás, un mundo mágico. No es que esperara cruzarla en la calle, pero no podía resistir la tentación de caminar por las mismas calles por la que caminaron sus ideas.
Era tan temprano que todavía no estaba abierta la recepción del hostel así que esperamos paraditos, con hambre y frío y las mochilas en la espalda, en la puerta.
Después de largar los bártulos nos fuimos a caminar, mareados, en busca de un café con leche que nos subiera tres o cuatro grados la temperatura del cuerpo. Toda la mañana transcurrió así, en un jet-lag espaciotemporal, en un estado de ensueño que nos dificultaba distinguir si lo que veíamos era real. Veíamos casas de piedra, puentes medievales, calles empedradas, iglesias góticas y avanzábamos sin norte, fantaseando con una siesta, y con el único objetivo de matar el tiempo hasta la hora del check in. Después del medio día intentamos cerrar los ojos en un banco público pero fallamos: nos quedaba el cuello duro y yo sentía mucho frío en los pies.
Siempre quise viajar en el tiempo. No es un sueño original, todo el mundo quiere viajar en el tiempo.
Pero, ¿se puede combinar un viaje al pasado medieval y un viaje a una dimensión de ficción, todo en la misma ciudad?
Los días siguientes, ya recuperada anímica y estomacal-mente, me dediqué a armar mi propio itinerario mágico: quería encontrar las raíces de la literatura que cambió mi vida de lectora, y quería perderme en la historia.
El cementerio de Grayfriars
Llegué justo antes de que entre una comitiva de turistas; casi que tenía el cementerio para mí sola. Tenía en la mano unas instrucciones que había googleado para llegar hasta la tumba de Tom Riddle, aunque me distraje un poco leyendo nombres en las lápidas. Cuenta la leyenda que J. K. R. se inspiró —yo digo que inconscientemente— en algunos apellidos del cementerio para crear sus personajes.
Había leído también sobre una leyenda de un perro que, muerto su dueño en 1858, no se separó más de la tumba de su amo —durante 14 años. También me fui a buscar un poco de terror (era de día, obvio) ya que el cementerio tiene fama de ser uno de los lugares más tenebrosos del mundo. Fui hasta el lugar donde está enterrado un abogado, el Sr. George Mackenzie, aparentemente un «sangriento», váyase a saber por qué, muerto en 1691. Dicen que hay gente que, al pasar por ahí, le aparecen cortes o moretones inexplicables en el cuerpo. Yo me había parado de frente a su tumba a leer las inscripciones y lo único extraño que presencié fue un tero que bajó de su vuelo y se paró al lado mío.


El Callejón Diagon (y otros callejones)
A veces no sé si mi imaginación está contaminada por las imágenes de las películas o si es más fiel la imagen que alguna vez formé en mi cabeza mientras leía los libros. La imagen (inventada o recordada, sea cual sea, ya no sé) de Harry yendo a comprar los libros de magia al Callejón Diagon las reviví mientras caminaba por Victoria Street, una calle curva con locales poli-cromáticos de aire inglés: las macetas con flores colgadas arriba de la puerta, las letras cursivas doradas dibujadas en la fachada y los faroles coronando la entrada.
Una tarde noche, a esa hora cuando se encienden las luces de la calle pero antes de que se ponga muy oscuro, lo arrastré a Nico de la muñeca y lo hice posar en cuanto callejón veía. Dicen que esos callejones, que podrían ser un portal de entrada al Callejón Knockturn, los cerraban con rejas por las noches para que la gente de las clases sociales más bajas, que vivían en las periferias, no entraran a la ciudad. De noche, Edinburgo parece un escenario de película iluminado por velas: tenía la sensación de que en cualquier momento un carruaje con una nube blanca alrededor de las ruedas de madera cruzaba por debajo de aquel puente de piedra.


El local de los hermanos Weasley
Hay un guiño al lector al final, o al comienzo, de Victoria Street. Un local de «jokes and novelties«, como el local del número 93 del Callejón Diagon donde los hermanos Weasley vendían los sortilegios mágicos.


The elephant house
En la primer mesa pegada a la ventana que da a la calle se sentaba J. K. R., a principios de los noventa, a escribir borradores de sus libros. Yo me senté al fondo, que es donde había lugar, y me pedí un café con una torta que felizmente estaba buenísima (que no es dato menor porque la comida de todo Reino Unido me parece muy mala) y como cobraban una libra sólo para entrar a sacar fotos al famoso bar, mejor invertirla en comida.
Después fui al baño y terminé grafiteando una pared; no fui la única: hasta el aplique de luz estaba escrito por lectores que, como yo, quisieron dejar en palabras su presencia en el-lugar-donde-todo-comenzó.
Salí y saqué un par de fotos a la entrada del Café mientras la gente pasaba caminando sin prestarme mucha atención. Pero cuando me paré en la mitad de la calle con cámara en mano y detuve el tránsito unos segundos para lograr un mejor ángulo, se apareció la comitiva de turistas del Cementerio, me miraron con las cejas levantadas de «acá hay algo» y se pusieron también a disparar el flash.
¿Sabrían qué estaban retratando?.


Dos lugares para sentirse en Hogwarts (o disfrutar de la arquitectura gótica y perderse en el Bosque Prohibido)
Llegamos a Manchester en bus después de haber estado casi un mes en Escocia, saltando como Heidi entre vacas peludas y prados de hadas. Durante el viaje me dormí con la cabeza en la ventanilla el setenta por ciento del trayecto y me desperté en el momento exacto en que salíamos de ese lugar de transición que une una ciudad con otra —un continuo de campo y autopistas cruzadas entre sí— y el bus entraba a la ciudad.
Lo primero que ví, mientras estiraba los brazos y me descontracturaba la cervical, fueron edificios en obra. Muchos. Grúas y obradores.
Y lo siguiente que pensé fue cuánta guita que hay acá.
No es que Escocia sea pobre. Pero veníamos de un territorio donde hablan un inglés campechano y la gente puja para independizarse y no perder su población y de pronto Inglaterra, con sus edificios de oficinas levantándose en las periferias.
Manchester, a parte de rica, es industrial, y tiene una historia muy interesante en relación al transporte: el primer tramo hecho en ferrocarril a vapor del mundo fue Manchester-Liverpool.
Entre tanta arquitectura industrial, una joya: The Jhon Rylands Library. Hoy es la biblioteca de la Universidad de Manchester. La financió la Sra. Enriqueta Rylands que, cuando quedó viuda, heredó los millones de su marido (y se convirtió en una de las mujeres más ricas del país). Se construyó en diez años y se inauguró en 1899. Como la entrada era libre y gratuita, entramos, sin saber que iba a falshear la Cámara de los Secretos en cualquier pasillo, o el Gran salón en la parte alta. Una joya Neo-gótica para fantasear estar de paseo por el interior de Hogwarts.

Por fuera es un edificio delicado y digno de recorrer. Creo que el edificio nuevo que creció adelante le hizo honor: el voladizo (esa caja de vidrio que vuela adelante de la foto) enmarca una postal distinta de la biblioteca y la plaza seca que dejó adelante le da al espectador la perspectiva necesaria para contemplar la arquitectura gótica.
También creo que esta imagen resume mucho a Manchester: se ve la arquitectura de ladrillos, relacionada con su pasado industrial, y la torre de vidrio, el futuro. Y el espacio público que se generó entre ellos habla una de las cualidades de Manchester: que es una ciudad caminable.



En Glasgow ví tres cosas que me conmovieron. La primera, las famosas vacas peludas que no pude ver en la Isla de Skye.
Habíamos ido a tomar mates a un parque porque queríamos alejarnos de la ciudad (llenísima de gente, la mitad de Escocia debía estar ahí) y pasamos la tarde caminando y charlando.
Vimos un cartel con un dibujo de las vacas pero no le dimos bola. Me fui de la isla de Skye con la sensación estúpida de que no había visto lo que tenía que ver, esos famosos animales que roen libres por los campos.
Después de una hora de caminata divisé a lo lejos una secuencia de animales marrones tirados al sol, y cuando les vi las mechas colgando de la cabeza me puse a saltar como una nena. ¡Es que siempre el destino me da otra chance!
Más tarde entramos a un sector boscoso. Había unos senderos angostos, bastante oscuros por la frondosidad de los árboles, y cada tanto pasaba alguien corriendo o andando en bicicleta; era una especie de circuito deportivo para los vecinos.
No me acuerdo quién de los tres que estábamos ahí le toco el hombro a los otros dos mientras señalaba a los árboles: habían tres ciervos.
En cuanto se dieron cuenta que estábamos ahí, los animales desaparecieron entre las plantas y nosotros, que fuimos poseídos por el instinto infantil, salimos corriendo a buscarlos.
Nos corrimos del sendero y entramos en el bosque; pisábamos despacio para que no crujieran tanto las hojas . (Siempre me acuerdo de una escena en The Walking Dead cuando Rick le enseña a alguno a moverse con cautela en el bosque sin ser detectado).
En el medio nos perdimos. Empezamos a llamarnos entre nosotros con susurros y al final encontramos al ciervo bebé que, muy tímido, volvía a alejarse cada vez que nos veía.
La tercer cosa fue la Universidad de Glasgow. Los alrededores eran sacados de algún suburbio de Londres y el edificio en sí, que se podía recorrer libremente por fuera, era una mezcla de Harvard y Hogwarts; básicamente, te dan ganas de ir a estudiar una temporada ahí.


Al final se trata del deseo de estar en un mundo diferente al que transcurre la vida; ahí está la magia, en vivir en un pedacito de la historia —la de un libro de ficción o en el pasado de una ciudad.
Viajar es, también, desestabilizar la razón.
BONUS TRACK: Locales mágicos para bucear
Jhon Kay´s Shop
Es un local muy chiquito de antigüedades; tiene mapas de tela y mapamundis y libros antiguos, sectores con libros de misterio — de Sherlock Holmes o de Agatha Christie, y para llevarse el kit completo, hay lupas viejas y pipas. Después me volví loca con una sección de papelería de la Guerra Mundial, con instructivos como «qué hacer en tiempos de guerra» o fichas para llenar con datos personales. Encontré también re-ediciones de manuales de principios de siglo XX con recomendaciones para ser un buen marido o una buena esposa. Y otros más modernos como «Cómo ser un adulto». Una tapa decía que un adulto es una mezcla entre lo que no quiere ser, lo que necesita y lo que le dicen que sea.
Museum Context
Lleno de objetos del mundo mágico, como el diario del merodeador, las varitas mágicas de los personajes del libro y papelería con carteles que rezan cosas como Harry Potter el indeseable número 1. Lo que me encantó, además del realismo de los objetos, es la ambientación del lugar: el local que está sobre Victoria Street es viejo, retorcido, hay que subir por unas escaleras que crujen; todo lo hace un poco más misterioso, más Edinburgo. Acá el Instagram.
House of MinaLima, en Londres
Los creadores del universo gráfico de Harry Potter tienen un local en Londres en donde se pueden conseguir desde bocetos originales hasta los periódicos del mundo mágico.