Entre febrero y marzo de 2020, en el medio del viaje por Sicilia, vivimos en un camping. Yo le digo el camping-comunidad porque era un barrio con vecinos viviendo en armonía: alemanes, ingleses, italianos, suizos, argentinos, salían de sus camper-van a saludarse con la salida del sol, a convidarse una masita, a hacer yoga, a tirar la basura, a pasear los perros. Good morning, guten morgen, buongiorno. Todo lo que pasa en un camping, es de puertas para afuera.
1: el callejeo
Me encanta vestirme zaparrastrosa. Si pudieran verme, yendo y viniendo como un mamarracho, con las ojotas con medias (las medias negras, las que tienen un agujerito), el pantalón-pijama hippie, una camisa o una remera, a veces con corpiño, a veces sin, un abrigo si está fresco, el sacón gris, por ejemplo, al que le arremango los puños porque me queda largo.
Acá nadie te dice nada, no es como en la ciudad; yo callejeo por el camping con mis medias agujereadas y el sacón que se me cae de costado, que me va dejando un hombro al descubierto. Nunca nadie me dijo ni qué lindo pantalón, ni esa camisa dónde la compraste; si recibí halagos fue de mi mamá de camping que me dijo cosas como “sos mi hija”, que nada tienen que ver con si estoy linda o muy producida o poco producida. Pienso que no se puede juzgar cuando hay diversidad; acá hay gente de todos los continentes y van todos por ahí, vestidos como se les canta. Me alivia saber que existen lugares en este planeta como este camping, o como San Marcos Sierras, un pueblo al norte de Córdoba, en donde podés pasear en patas o con las tetas colgando y nadie te mira el pecho a ver si se te marcan los pezones.
2: qué tiene el camping
Tipo siete abro los ojos. Todavía no amanece, pero entra una luz muy suave a la carpa. Escucho un coro de animales: pitidos, silbidos, graznidos, ronroneos de gatos. Recién a las ocho me despierto enserio: escucho cómo cruje el canto rodado del piso con todos los vecinos en movimiento: van a ducharse o abren sus reposeras para leer el diario o escuchar la radio y se saludan entre ellos en idiomas que, a esa hora de la mañana, no reconozco. Me gusta esta forma de despertar, que el cuerpo avise cuando está listo, que el sol organice mi agenda.
El camping es mi barrio; todas las mañanas vamos a desayunar a la plaza, al espacio público, ahí donde están las hamacas, los bancos de plaza, donde se hacen los picnics, donde se encuentran los vecinos. Me acuerdo mis últimos años en Argentina: mi barrio era ese lugar del que me iba muy temprano y al que volvía muy tarde; la plaza más cercana estaba a diez cuadras y en tres años habré ido seis, siete veces.
Siempre desayunamos al sol; durante veinte días seguidos tuvimos días de sol y me veo las secuelas en mis brazos secos y en mi cara roja; estoy bronceada del tobillo para abajo y tengo la marca de las ojotas en el empeine. Cada mañana, como una religión, llega el mismo pajarito, el de la panza naranja, a buscar comida. Le desparramo por el piso las migas del cornetto que desayuno —también como una religión— casi todas las mañanas. El pajarito va y viene del árbol al pasto, juntando migas de acá y de allá, sacándoselas del lomo a las hormigas, que están más atentas. Las sigo con la mirada y veo que la línea no termina más. Me digo que por acá debe estar el hormiguero y, unos días después, somos tres o cuatro tirando agua a mangerazos para que rompan filas y no nos coman las plantas.

Los papás de la comunidad —y los encargados del camping— son una pareja alemana que hablan muy mal inglés y muy mal italiano, pero nos entendemos igual. Viven entre Berlín y Sicilia, de casa en camper, en el medio viajando, cada año a un lugar nuevo. Una mañana, mientras desayunaba con Nico en el banco de plaza, vino Catherina, la mamá del camping comunidad, a hacernos una invitación. Se tocó el pecho con las manos y extendió los brazos, con las palmas abiertas, señalándonos. Una ofrenda. “Mañana a la noche cocinamos nosotros, para ustedes”, le entendí en inglés.
Nos encontramos en el quincho a las seis y cuarto y estuvimos tomando vino y cagándonos de risa en cuatro idiomas hasta la medianoche, no sé si porque estábamos muy conectados, porque hacía mucho que yo no tomaba vino o porque no nos entendíamos nada; volaban oraciones mitad en italiano, mitad en inglés, con palabras en alemán que buscábamos en el traductor, en una sinfonía multilingüe un poco desafinada —pero muy divertida. En un momento de la cena salió el tema de la mística que hay en este camping. Mística viene del verbo griego myein (“encerrar”) y de ahí mystikós (“cerrado, cercano, misterioso”). Aunque la palabra se remite a prácticas religiosas, la mística, acá, tiene más que ver con esa sensación de estar en un lugar especial, exclusivo, donde entran algunos, los que le ven la magia.
Nosotros habíamos pasado por la puerta del camping muchos días atrás, en un desvío para almorzar en la playa. En el camino nos gritamos “¡camping!” —como en los años dos mil nos gritábamos “¡Ford K!”. Estaba lleno de campers, de árboles, de gente tirada en las reposeras. Casi podía ver los destellos del sol volando como brillantina en el aire. “La gente viene por unos días y se queda”, decía Catherina. Era verdad: nosotros fuimos por una semana y nos quedamos treinta y dos días.
Cerca del camping hay un parque arqueológico abandonado. Las rejas que le dan toda la vuelta están llenas de puntos vulnerables, barrotes doblados, levantados o cortados, que alguien rompió para que todos pasemos, y ahora se puede entrar y caminar entre las ruinas de una ciudad griega, de dos mil años de antigüedad, que mira al mar. Me pregunto si toda esta mística del camping tendrá algo que ver con la energía que flota de esa antigua ciudad: una ciudad —la originaria Noto— que quedó destruida por un maremoto; que después se reconstruyó en la cima de una montaña, más lejos, hasta que fue destruida por un terremoto en 1968 y se reconstruyó, una vez más, en una colina a mitad de camino entre las ruinas del mar y las ruinas de montaña —es la ciudad actual. En el viaje por Sicilia volví varias veces a Noto —con personas distintas, en situaciones distintas—, como si un aura invisible me llevara a estar siempre por ahí, cerca.
Seis y media de la tarde ya tengo frío y si me proponen cenar, acepto. Imagino que es el aire de descampado, el viento de mar: cuando se va el sol, el clima es otro: se pone frío, húmedo. Las duchas no tienen techo, son unas cabinas de maderas al aire libre, entonces decidí que lo mejor es bañarme siempre tipo tres de la tarde, que está más caluroso. Desde la ducha miro para arriba y veo las ramas y hojas de un limonero —y los limones— que me filtran los rayos del sol.
Baja el sol y la gente desaparece. Siempre me dio tanta envidia caminar de noche en el camping y mirar por las ventanas de las campers; de día me siento Lara Croft viviendo en carpa en medio del bosque y de noche, toda emponchada, espío a mis vecinos por alguna raja en un arranque voyerista: los veo con las luces encendidas, viendo la tele, cocinando, todo calentito.
Algunas noches movemos el banco de plaza hasta el costado de nuestra carpa y cenamos ahí sentados. Si sale todo bien, a las ocho empezamos a hacer el fuego y antes de las nueve y media estoy metida en mi bolsa de dormir, con la nariz afuera.
3: los vecinos están afuera
Una mañana, en pleno desayuno, mientras me limpiaba Nutella de la cara con los dedos, vino Lili a la plaza. Lili es coreana y es muy bajita; me hace acordar a Itatí, la mujer que limpiaba en casa los viernes cuando yo era chica; las dos tienen la piel color caramelo, la cara fuerte y la piel tirante, y los ojos chiquitos, entre achinados y tristes, como de gente que pasó por cosas, que reprimió sentimientos. Lili tiene un marido que nada que ver físicamente con ella. Me divierte cómo la gente en el camping-comunidad se asoma a espiar a los otros, a ver qué están haciendo, como un nene aburrido que se para al lado de la mamá o el papá y le dice “¿qué es esto? ¿Y esto para qué sirve?”
A veces ponemos la mesa de plástico en la plaza para cocinar y viene alguno a chusmear qué vamos a comer; otra vez, Klaus —el papá de la comunidad— estaba arreglando su bicicleta y los vecinos iban a mirar las ruedas, a llevarle herramientas. Es una escena de playa en medio de unas vacaciones de verano, donde nadie tiene nada que hacer y todo se convierte en un espectáculo: la nena que se perdió, el partido de paletas enfrente, la gente nueva que llega y clava sombrilla —demasiado— cerca. En el camping, ir a ver qué hace el otro es un acto de aburrimiento, pero también de solidaridad.
Lili venía a contarnos dónde iba esa tarde; yo le decía algunas palabras en inglés y Nico en italiano y ella nos hablaba en alemán (o en coreano, no sé) y la conversación era lo que cada uno entendía: nosotros nos mirábamos y por turnos le tirábamos palabras a Lili, muertos de risa los tres, a ver quién sacaba primero lo que nos quería decir. “Me siento como jugando un dígalo con mímica”, me dijo Nico en castellano.
Lili señaló el banco de plaza donde estábamos nosotros y nuestro desayuno a medias, todavía por digerir, y dijo “bank”; después hizo el gesto del dinero con los dedos y dijo “bank” devuelta: Banco, dinero, banco, dinero. Si esto es banco de sentarse y lo otro es banco de dinero, tenemos en una palabra con dos significados, pensamos, en plena conversación polisémica. Lili tocaba a su perro rubio —un perro de ganado que araba ovejas en Australia— mientras decía cane, cane, que en italiano significa perro, pero que en alemán, supusimos por fonética, —y con la ayuda de la mímica de cargar las bolsas— significa hacer las compras del súper.
Me divierte ver cómo las personas nos las ingeniamos para hacernos entender. En septiembre, después de que un pintor nos levantara en la ruta en medio de un Parque Nacional escocés, le escribí un mensaje de texto a mis papás, que me llevaron durante años a estudiar inglés en ese momento de mi vida en que no tenía idea lo importante que era. Les dije gracias por darme la mejor herramienta para la vida y para los viajes: la comunicación.
4: los camiones polacos
Una noche llegaron al camping camiones polacos con medicamentos. Los cuatro camiones se habían distribuido en las parcelas cerca de la entrada, con las heladeras funcionando a tope. El sonido de las heladeras se convirtió en la banda sonora del camping: cuatro días los cuatro camiones con los cuatro motores que cortaban y volvían a encender, y así. La segunda noche se les rompió un camión y el motor de la heladera traqueteaba también de madrugada. Los polacos se juntaban sólo entre ellos, nos sacaban el banco de plaza para cenar, cruzaban alargues por el medio de la plaza.
¿Qué hacen estos camiones acá?
Un día pregunté. Me dijeron que eran de una empresa polaca, que tenían que llevar los medicamentos a la isla de Malta pero el ferry estaba cerrado y entonces se quedaban en nuestro camping, esperando, hasta que pudieran seguir. A mí todo me parecía un escenario de la mafia siciliana que venía a disturbar nuestra vida en comunión. Una noche, desapareció un camión. “Se fue a Roma”, me dijo Catherina. Yo quería saber más, quería saber por qué iba a Roma si tenían que ir a Malta, quería saber cuándo se iban los otros tres, pero nunca recibí respuestas.
5: la parcela izquierda
La parcela de nuestra izquierda estaba embrujada.
Las primeras dos semanas tuvimos una pareja alemana de vecinos; typical German people, les decía Catherina: todo les viene mal, no hablan con nadie, pero giran las reposeras en dirección al conflicto: si entra una camper nueva, están ahí, mirando fijo, controlándolo todo. A ella la veía siempre desnuda en el baño, entrando o saliendo de la ducha en tetas cuando yo me iba a lavar los dientes. Catherina me contó que él trabajó como espía durante la segunda Guerra Mundial —un buchón, digamos. Una noche, comíamos en el banco de plaza al lado de nuestra carpa, con la olla en el piso, compartiendo los fideos del mismo tupper, y se acercaron los dos —cosa rara verlos moverse— y se nos pararon de frente, se nos rieron en la cara y se metieron devuelta en su camper.
Después de ellos, la parcela izquierda estuvo deshabitada un tiempo. En ese período se nos metió un gato negro adentro de la carpa. Lo escuchamos cuando empezó a revolver las bolsas con limones que teníamos en una punta de la carpa y, aunque lo sacamos con un grito, todavía lo escuchábamos acechar alrededor nuestro, al muy carroñero.
Camper que entraba, camper que se iba para otro lado, a la parcela derecha, a las parcelas de enfrente. La izquierda seguía vacía. Una tarde vinieron, al fin, vecinos nuevos; un matrimonio suizo. Esa noche escuchamos ruidos. Yo sentía que abrían y cerraban puertas, que corrían muebles, golpeaban cosas. Nos pusimos las camperas, muertos de curiosidad, dispuestos a chupar frío, y salimos de la carpa a mirar. Nico chistó y tiró una piedrita al lado de la camper, como para ver si se calmaban un poco. La noche siguiente, lo mismo. Cuarenta, cincuenta minutos golpeando puertas, reboleando cosas. Antes de irse, Dolores, la mujer, me dejó su tarjeta para que la llamemos si algún día íbamos a Suiza. La tarjeta tenía sus datos personales y decía el lugar donde trabajaba; hace poco googlée la compañía y salieron cosas diversas: un diario alemán, muchas páginas que venden cañas de pescar y dos linkedin con el mismo nombre: una empresa del sector “internet” y otra de “servicios medioambientales”.
6: la vida al aire libre
Después de veintipico de días de sol, llegó la lluvia. Ese día escribí algunas ideas sobre la lluvia, como que odio que llueva con sol: o llueve, o hay sol; que me encanta que llueva cuando estoy en mi casa y es domingo pero que odio que llueva cuando estoy en carpa; que siempre me dan un poco de miedo las tormentas, miedo a que nunca pare, a que se inunde la vereda, a que se filtre agua por el techo. En nuestra carpa nunca entró una gota, ni siquiera el día que cayó granizo.
Lo que más me gusta de acampar es que siempre estoy afuera. Ceno al aire libre, salgo de la ducha y estoy al aire libre —o me baño al aire libre—, abro el cierre de la carpa y apoyo los pies en el pasto húmedo. Vivo en control del clima: sé si hace frío, si se está nublando, de que parte viene la tormenta. Sé a qué hora sale la luna, cuántos minutos quedan para que se haga de noche: lo conozco todo, me siento hija de la Pachamama, Pachamita. Nunca había visto tantos atardeceres seguidos. Cada tarde es diferente: tonos pastel, tonos rojizos, sin celeste, con celeste, con la luna, con la luna naranja. Una noche, Nico me llamó de lejos.
—Vení a ver esto —me dijo, y me señaló con la cabeza el cielo negro. Estaba negrísimo y lleno de estrellas. Pienso que los estados del cielo —los atardeceres, la salida del sol, los cielos estrellados— se ven enserio cuando vivís afuera, cuando tenés el panorama completo, cuando el paisaje no queda recortado por una ventana sino que el paisaje son las paredes de mi casa.
El camping tiene sus tiempos, sus rutinas: cocinar en el piso, hacer malabares para ducharte o luchar con el único gancho para colgar la ropa, secarte el cuerpo con la toalla de secado rápido —que es igual que secarse con un mantel de plástico—, atar la soga de árbol en árbol para colgar las bombachas, tener la ropa arrugada: podría escribir un libro sobre el incordio. Me gusta pensar en lo analógico de acampar. Vivir sin los lujos de la modernidad, de la tecnología, volver al contacto con la naturaleza, sentirse fuera del sistema: acampar para aprender a ser tolerante con todo aquello que me incomoda.

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MÁS ACTIVIDADES AL AIRE LIBRE
*Oasi Park Falconara es el camping donde vivimos más de un mes. Aunque esté a un kilómetro de la playa, desde la carpa se escucha el mar.
*Las ruinas de la ciudad griega están pegadas a la Reserva Natural Vendicari, en Lido di Noto, Sicilia: ambas valen la pena visitar.
*Si se visita la ciudad actual de Noto, es visita obligada Noto Antica: las ruinas de la ciudad en la montaña, fundada allá por el año mil.
*Desde Noto Antica se puede ver —y visitar— la Riserva Naturale Cavagrande. Una raja entre las montañas: se puede bajar hasta llegar al río y la laguna escondida. Impresionante.
*El post de cuando viví al aire libre haciendo wild camping en Escocia.