Me encanta cuando un libro me ordena las ideas, cuando le graffiteo las páginas con flechas y notas y hago asociaciones de mi vida. En una librería de Fort William, en Escocia, encontré Sapiens: una breve historia de la humanidad. Es un libro que te cambia la forma de ver el mundo y, aunque todavía no terminé de leerlo, paso en limpio algunos apuntes de la segunda parte, «La revolución agrícola». Hay una revolución en un momento de la historia porque hay un cambio de paradigma en la forma de vivir del homo sapiens. Y en la mía también.
Hace miles de años, para los nómadas (los cazadores-recolectores) dispersos en el Planeta Tierra el hogar era todo el territorio: las colinas, la madera de los árboles, las corrientes de agua, el aire libre; su hogar eran cientos de kilómetros cuadrados. Un poco nosotros dando vueltas en Sicilia, pasando de camping en camping, o de casa en casa, o apropiándonos de un pedazo de tierra cuando plantamos carpa en la naturaleza en Escocia: por esta noche este terreno, en la punta de la colina y de frente al mar, es mi casa. Pienso que los nómadas tenían esa libertad de decidir dónde estar —y la posibilidad de irse al día siguiente.

Cuando el homo sapiens se asentó para dedicarse a la agricultura, los agricultores pasaban la mayor parte de sus días trabajando en una pequeña parcela de tierra. El concepto de hogar se había transformado. Pasaron de vagar por los montes, moviéndose de un lado al otro para elegir dónde pasar la noche, a centrar sus vidas domésticas en sus pocos metros cuadrados de pertenencia —sus casas. La idea de mi casa separada de la de mi vecino es, según el autor, la base psicológica de nuestra forma de ser hoy, auto-centrista, siempre mirando lo nuestro, diferenciando qué es mío y qué es del otro.
Los territorios de los agricultores no sólo eran más chicos que los de los nómadas sino más artificiales: mientras que los nómadas hacían apenas algunas intervenciones en la tierra o usaban el fuego, los agricultores vivían en islas humanas hechas a base de lo que encontraban a su alrededor. Tiraron abajo bosques, dragaron cursos de agua, plantaron árboles y además hacían todo lo posible para mantener sus islas seguras, lejos de animales salvajes, bichos; para eso construyeron cercas y se aseguraron de eliminar posibles plagas de hormigas, arañas, yuyos.
Sólo el dos por ciento de la superficie terrestre les alcanzaba para desarrollar sus vidas, cada uno en sus pequeños metros cuadrados.
Así es, también, como yo vivía en Buenos Aires, separada de los vecinos por una medianera, midiendo a quién le corresponde cortar el pasto de la vereda del frente según donde lo indique el plano catastral y sin saber mucho de sus vidas salvo que el vecino sea copado y me quede una tarde hablando en la puerta. Yo también tenía mis propias cercas: las rejas de las ventanas de casa para que el amigo de lo ajeno no se tiente, la cabeza baja en el subte para no hacer contacto con desconocidos, siempre tratando de aislarme porque el mundo exterior, aparentemente, es bastante hostil.
«Para los agricultores era cada vez más difícil dejar sus islas: abandonar sus tierras y graneros les podía significar un riesgo a perderlo todo. Y al mismo tiempo que acumulaban más y más cosas, esas mismas cosas eran las que los ataban a su lugar.»

A once mil kilómetros de distancia dejé una casa entera llena de cosas que todavía hoy, a casi medio año de haberlas soltado, sigo pensando en ellas. Extraño todo y a la vez no extraño nada. ¿Será un deseo de control? ¿El deseo de saber que al volver todo estará funcionando tal como lo dejé? ¿Por qué quiero tener el control sobre las cosas, cosas que están muy lejos y que son solo cosas, si yo quiero irme y ver el mundo? ¿Será por eso que es tan difícil irse, porque creemos que esas cosas somos nosotros, y que sin ellas se nos borra una parte de nuestra identidad?
Lo más irónico es que en este viaje hago todo al revés: cuando se acerca a hablarme un desconocido me acerco más para escucharlo, cuando me reciben en una casa veo la hospitalidad de la gente y pienso qué poco que abrí las puertas de mi casa en Buenos Aires.
Dedicarse a trabajar la tierra implicaba, para los agricultores, proyectar en meses, décadas. El tiempo se expandió, nunca antes en la historia de la humanidad el futuro había tenido tanta importancia.
Yo, por el contrario, siento que mi tiempo se expande cuando soy más nómada; un día es distinto al otro porque transcurren en lugares diferentes, con personas diferentes, con idiomas diferentes, y cuando comparto mi tiempo con otros, o paso mi tiempo en la ruta, pasan cosas y el día se alarga. Hace apenas unos meses que me fui de mi ciudad y hay días que siento que eso fue en otra vida.

Los cazadores-recolectores no podían pensar en el futuro como los agricultores porque vivían el día a día y acumular y transportar comida u objetos no era tan fácil. Sin embargo, según el libro, sí pensaban en una planificación a largo plazo. Las pinturas en las cuevas de Altamira, por dar un ejemplo, son intentos de dejar algo que perdurara para las próximas generaciones. O las alianzas sociales, o las rivalidades políticas, también eran asuntos a largo plazo —podía tardar años resolver un acuerdo entre dos grupos, por ejemplo. Pero en cuanto a sobrevivir cada día, no podía existir una planificación.
Los agricultores producían más de lo que consumían porque, era obvio, en algún momento iban a venir tiempos malos e iban a necesitar reservas. Podía ocurrir que una sequía, una inundación los hiciera pasar hambre un año entero.
Una sequía o una inundación también podía afectar a los nómadas, pero éstos, imagino, sabían adaptarse: ser flexible es el mayor aprendizaje que me propuse en este viaje; dormir en carpa un día, en una habitación compartida al otro, en una casa prestada; adaptarme a las comidas que hay, al idioma que se habla, a cambiar los horarios de la cena cuando estoy en una ciudad europea o a levantarme apenas sale el sol cuando estoy en un camping. La capacidad de adaptarse es lo que mantenía vivos a los cazadores-recolectores y es como yo quiero aprender a vivir.
Pienso también en qué es el futuro para mí ahora: una completa incertidumbre. En realidad para todo el mundo es incierto. Ahora que estoy viajando estoy tan metida en el presente, resolviendo el día o planificando una ruta, que el futuro es esta noche, o la semana que viene.
No es el mismo futuro que imaginaba en Buenos Aires: en ese momento pensaba, autoguiada por el piloto automático de los mandatos sociales, que yo también tenía que guardar mis reservas para que nada malo me pasara, o, si me pasara, estar dentro de las reglas de juego de la sociedad normal.
«El granjero ansioso era un trabajador frenético como una hormiga obrera en el verano, sudando para plantar árboles de oliva cuyo aceite iba a ser procesado por sus hijos o sus nietos, posponiendo hasta el invierno o el siguiente año comer la comida que ansiaban hoy».
La preocupación por el mañana hacía a los agricultores trabajar en servicio del futuro, especialmente porque podían hacer algo al respecto: preparar otra parcela para arar, dragar otro canal, sembrar más cultivos.
El estrés por vivir y hacer pensando en el después dio como resultado excedentes y entonces aparecieron los sistemas sociales y las escalas políticas y toda esa producción extra iba a parar a la elite minoritaria (soldados, reyes, sacerdotes, artistas).
¿También les suenan a modernidad las palabras estrés y ansiedad?
«La historia es algo que muy pocas personas estuvieron haciendo mientras todos los demás estaban arando campos y transportando baldes de agua».
Hoy me siento un poco nómada y un poco agricultora. En la historia de la humanidad pasamos más tiempo siendo nómadas que sedentarios y es por el nomadismo que el planeta entero está poblado. Hay días que me siento parte de una tribu nómada que va descubriendo lugares a medida que se mueve como si fuesen descubiertos por primera vez. Me siento libre porque puedo vagar por el mundo, cazando-recolectando lo que necesito. También hay veces que me siento agricultora porque viajo, pero con las seguridades y las reservas que me creé: ahorros, un lugar donde volver, una familia a quien llamar.
Yo lo que quiero es una filosofía de resiliencia. Quiero saber si soy capaz de vivir sólo con lo que me hace falta y si tengo las herramientas para adaptarme, en el futuro, a lo que sea que pueda pasar.
Es ist ein sehr schöner Artikel und ich kann mich in diese Situation hinein denken. Es war eine schöne Zeit mit euch beiden in Lido di Noto. Ich habe euch sehr, sehr lieb!
Danke fürs Lesen! Ich liebe dich auch, bis bald!