En noviembre y diciembre de 2020 Nico y yo hicimos un voluntariado en la montaña en la Comunidad Valenciana, España. Estuvimos trabajando algunas horas a cambio de hospedaje en un espacio de co-living: una casa donde se hospedan nómades digitales que buscan un lugar para trabajar y a la vez desconectarse de todo —y vivir en comunidad. Estos diarios son fragmentos de esos meses viviendo en la montaña.
«Pay attention to the world.»
Mary Oliver
I. Robellones
Los robellones son hongos comestibles que crecen en pinares o bosques de coníferas. Alrededor de la casa donde vivíamos en Comunidad Valenciana, sobre las montañas —una gran superficie ondulante verde y seca, llena de plantas y piedras—, crecían, entre otras cosas, olivos, almendros, romero, tomillo, carrasca y robellones. Al principio, toda esa flora me parecía lo mismo y la casa, una cajita blanca con ventanas, estaba como flotando en un mar de tierra. Yo todavía traía conmigo la claustrofobia de las montañas de Italia. Durante los días que tardé en atravesar las montañas de Basilicata en bicicleta no podía dejar de pensar en el mar. Pedaleaba y pensaba en lo difícil que era todo: las subidas, las bajadas, el calor, e ir lento entre las montañas me daba la sensación de que nunca iba a poder salir de ahí. Pero vivir en las montañas de España me hizo perder el miedo a sentirme atrapada entre ellas. Con el paso de los días empecé a diferenciar un pino carrasco de un olivo, a juntar ramilletes de tomillo para cocinar y entonces, a las pocas semanas, cada arbusto me parecía distinto al otro. Empecé a reconocer aquellos que pinchaban, aquellos que tenían hojas más duras, los que daban flores. Salía a caminar de noche, saludaba a los vecinos montañeses. Conocer el territorio que habitaba era lo que me hacía sentir segura —y también un poco dueña de ese lugar.


Como cualquier hongo, los robellones crecen en zonas húmedas donde llega poco sol (aunque parezca difícil imaginar un rincón en sombra en las montañas valencianas). Antes de ir a juntarlos, hay que sostener un robellón en la mano —previamente recolectado por algún experto— y estudiarlo un rato hasta memorizar la textura, la forma y el color. Son anaranjados: el sombrero, la parte superior del hongo, es cóncavo pero se aplana en el centro y tiene unos círculos en color crema. Yo encontré robellones de distintos tamaños, incluso algunos del tamaño de mi mano, pero en líneas generales el diámetro promedio de un sombrero puede variar de cuatro a quince centímetros. Debajo del sombrero está el himenio, unas láminas finas muy juntas unas de otras que, si se las aprieta un poco, largan una salvia rojiza, como sangre.
Para juntar robellones hay que usar todo el cuerpo: una vez que se llega a la parte alta de una montaña en la época adecuada del año (entre octubre y diciembre) hay que caminar mirando hacia abajo, estudiando el recorrido del sol para buscar zonas en sombra y rincones de tierra húmedos. Si se encuentra una porción de tierra húmeda, por ejemplo, al pie de una planta de romero, hay que ponerse en cuclillas, buscar un bulto en la tierra y, si lo hay, remover la tierra con cuidado, como haría un arqueólogo, hasta que se asome un sombrero naranja y entonces, con mucha ansiedad, hay que seguir escarbando alrededor con los dedos, llenándose las uñas de tierra, hasta llegar al tallo. A veces se puede destapar un hongo venenoso, muy parecido al robellón pero infinitamente distinto si se le presta atención.


A algunos nos ganaba la ansiedad y encontrábamos un hongo venenoso atrás de otro, al lado de cada yuyo, y entonces movíamos las manos entre los tomillos gritándole al grupo que al fin habíamos encontrado uno, que esta vez sí, que acá, acá, acá está lleno. Todos caímos en la tentación, al menos una vez, de agarrar cualquier hongo que se pareciera a un robellón, como si no hubiese tiempo de perderse en detalles. Como si todos los hongos fueran iguales. Como si cazar robellones fuese sólo cazar robellones.
Cuando se llega hasta el tallo del hongo, hay que cortarlo con un cuchillo bien afilado, nunca arrancarlo de raíz así el hongo puede volver a crecer, y guardarlo con cuidado en un cajón, con el tallo haca abajo para que la tierra no se meta entre las láminas. Por regla general, donde apareció un robellón suelen haber otros cerca ya que crecen en familia y entonces hay que avisar a los demás cazadores que caminen por allí con cuidado para no pisarlos. En algún momento todo se convierte en un juego de táctica y estrategia: si fuese un robellón, ¿dónde estaría? Si encuentro un robellón, ¿cómo lo agarro? Mi amiga Fer diría que cazar robellones es una meditación activa. Hay que meterse en la montaña, ser un poco montaña y entonces los robellones aparecen: siempre estuvieron delante de nuestros ojos.

En el camino de vuelta, con tres kilos de robellones frescos en la camioneta, hicimos una parada para dejarle una caja a Palmira, una vecina de la montaña. Alguna vez ella nos trajo almendras de su árbol y yo empecé a pensar que cuando se come lo que se cultiva o se recolecta, el trueque parece ser lo más natural de la humanidad y te hace sentir que la vida no es más que un par de vecinos viviendo en comunidad intercambiando lo que tienen en su parcela. De pronto tengo ganas de vivir así, del intercambio, de comer lo que está en estación y de perder horas —o ganarlas— buscando mi propio almuerzo.
En la casa lavamos todos los hongos uno por uno: hicimos una fila en la cocina y nos pasamos los hongos en cadena: una les sacaba la tierra con un pincel, otro los pasaba por agua fría, otra los secaba con un trapito. Freímos algunos y asamos otros. Al día siguiente, los hongos que no habíamos cocinado tenían manchas verdes —incluso en algunos encontramos larvas— porque los robellones se oxidan muy rápido y lo mejor es comerlos apenas se recolectan, cuando están más frescos —por eso son tan caros en el mercado.
Esa tarde, cuando vi los hongos en la mesa, enteros, cocidos, arriba de un plato, sentí una mezcla de impresión y orgullo. Estaba por comer algo que había sacado de la tierra y con mis propias manos.
Los miré mucho antes de comerlos, me parecían una obra de arte: la simetría, la forma, cómo se habían arrugado un poquito en la parrilla. Podría haber pasado todo noviembre comiendo robellones.
Ya puedo quedarme sola en la montaña sin pensar en el mar.
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*El lugar donde hicimos el voluntariado es Rural-Co, en Comunidad Valenciana, España.
*El voluntariado lo encontramos a través de Worldpackers.
*No fuimos solos a juntar los hongos: fuimos en grupo y nos enseñaron qué, cómo y dónde buscarlos.