El nueve de marzo de 2020 decretaron en Italia la cuarentena obligatoria como medida de emergencia frente a la pandemia del Coronavirus. Yo, que estaba de viaje con Nico —mi pareja— por Sicilia, quedé atrapada en la isla.
«Porque no hay nada que canse más que ser uno mismo».
Mario Mendoza
Me miro poco en el espejo en estos días, quizás porque me acostumbré a vivir de camping o quizás porque no me importa. Me encuentro la mirada en el espejo cuando me lavo los dientes o me cepillo el pelo, pero le presto muy poca atención a mi cara. Entre los pocos detalles que registré de mi rostro en esos encuentros rápidos con mi reflejo, están las pecas de mi nariz, la cara rosa por el sol que tomo a la mañana, el sarpullido que me salió en los cachetes y en la frente. Tengo el pelo largo, me creció ocho o diez centímetros desde la última vez que fui a la peluquería, allá por septiembre, un día antes de subirme al avión que me llevaría a Europa, el continente que después —yo sin saberlo— me dejaría atrapada durante una pandemia.
O quizás si me miro poco en el espejo es porque miro más para adentro: adentro de casa, adentro de mí. Revuelvo entre mis pensamientos de cuarentena, hago un análisis de mis emociones y veo que por dentro soy un río, un caudal de energías sin constancia: que me siento mujer madura, que crezco, que escribo mejor, que me encapricho, que voy pateando el piso porque estoy aburrida, que quiero tirarme en la cama. Me autoimpuse una rutina de mañana que me funciona bien: ducharme, limpiar un poco, hacer yoga, intentar meditar, escribir en el cuaderno. Pero a medida que pasa el dia, noto como se me apagan cuerpo y mente, cómo se evapora la energía que construí más temprano, cómo la noche me entristece.
Quise comparar con rutinas del pasado, menos apocalípticas, como las rutinas que tenía en movimiento —guardar las bolsas de dormir, desarmar la carpa, enganchar las mochilas a la bici, pedalear, llegar al camping, armar la carpa, meterse en la bolsa de dormir— o como mis rutinas de Buenos Aires —levantarme con despertador, desayunar caminando hacia el tren, subirme al tren, viajar en subte, viajar en colectivo, dormirme en el sillón después de la cena— pero todas estaban llenas de esfuerzos físicos, de estímulos externos —compañeros de trabajo, compañeros de casa, el paisaje, el microcentro, la obra, la familia. Mi rutina de cuarentena es un trabajo interior: paso los días conviviendo con mis pensamientos, creando los estímulos, forzando los movimientos del cuerpo.
Hace un par de tardes terminé la clase de yoga y me vi poner la mesa: un cuaderno de dibujo de cada lado, el lapicero —el frasco de plástico lleno de marcadores de supermercado— en el centro de la mesa y los lápices negros a los costados de cada cuaderno, como el cuchillo y el tenedor, listos para comerse la hoja en blanco. Nico salió del baño y vio la escena y yo también la vi y me di un poco de pena. Tengo una lista de actividades de cuarentena que me gustan tanto que me voy a dormir pensando en despertarme y entonces organizo una atrás de la otra y si se atrasa una se atrasan todas y entonces ya no sé si las disfruto. ¿En qué momento se me pegó el virus de la hiperproductividad? Me quedo tranquila si aprovecho el día, si las horas no se me escapan de las manos, si hago las cuatro comidas en los horarios de las comidas: si tengo el día —y entonces a mí misma— bajo control. Y el control me duele: me duele en la cabeza, esa que tiene migrañas que no se van ni con un gramo de paracetamol ni con una suegra que cura el mal de ojo a la distancia.
Hay días que estoy como el clima: veo por las ventanas las pulsaciones solares, las nubes que aparecen y desaparecen y la luz del sol que viene y se va con ritmo cardíaco, como un corazón latiendo, y al final el cielo se despeja, gana el sol y yo me ilumino: tengo el clima interno lleno de ideas nuevas, estoy contenta, bailo en la cocina. Los días nublados me abruman: ver pasar el día según el sol me da noción de qué hora es y la sensación de que puedo organizarme sin reloj, pero los días grises son una constante de nada, de que da igual si es la tardecita o media mañana porque hay que desayunar con la luz prendida y eso me parece un desayuno de invierno, deprimente.
La profe de yoga dice que la respiración se controla como abrir y cerrar la canilla, que en cada inhalación y exhalación soy yo la que controlo el caudal de aire que entra y sale, y me pregunto si también podré regular el flujo de mis energías, si podré ser un río manso, aunque sea una vez al día.
Ayer me senté en el patio con los ojos cerrados y estiré las piernas, escuchando la radio, haciendo fiaca, y me vi en perspectiva, como de lejos: invento actividades para no ahogarme en la ola de la crisis y no sentir que boyo en el transcurso del día porque agarrarme a la rutina es tirar un salvavidas y aguantar ahí, flotando en la incertidumbre, pero agarrada a algo.
Los textos de este Diario de cuarentena están inspirados en disparadores de escritura propuestos por Laura Lazzarino y Aniko Villalba.