Historias, notas y pensamientos acerca del viaje en bicicleta por Italia. 5.000 km pedaleados, mucha pasta y días de camping.
«Cuando se miran dos objetos separados, se empieza a observar el espacio entre los dos objetos, y se concentra la atención en ese espacio, entonces, en ese vacío entre los dos objetos, en un momento dado se percibe la realidad.» J. Cortazar y C. Dunlop, “Los autonautas de la cosmopista”.
Cuando vivía en Buenos Aires iba de un trabajo al otro en las bicis de la ciudad y, muy de vez en cuando, pedaleaba por el barrio con mi propia bici, pero nunca jamás imaginé viajar del sur al norte de Italia cosiendo pueblos, regiones, montañas, comidas, dialectos.. La ruta, esa línea blanca y delgada del google maps que une un punto a con un punto b se convirtió, para nosotros, en un lugar: un lugar donde pasan (muchas) cosas y los destinos, esas etiquetas verdes guardadas en el mismo mapa digital, pasaron a ser una excusa. Todo lo que le pasa a mi cuerpo y a mi mente arriba de la bicicleta es tan intenso que, si al llegar a un lugar no me pongo a sacar fotos a los hitos turísticos, es porque entendí que TODO es el viaje y que TODO vale la pena ver.
I. El no-lugar: la ruta
Marc Augé, antropólogo francés, define el concepto de no-lugar como esos espacios pensados para que nadie se quede demasiado tiempo en ellos porque tienen el objetivo de ser lugares de tránsito, de consumo, productos de la (sobre) modernidad, como un aeropuerto, una estación de tren, una autopista. En estos (no) lugares no hay tiempo ni espacio, casi que da igual en qué lugar del planeta estén o qué hora del día es. Estoy pero no estoy: en estos espacios no hay vínculos sociales ni conexión con el entorno o con el clima o con la comida autóctona.
Un fin de semana largo de Semana Santa fuimos a Córdoba saliendo desde Buenos Aires, todo por la ruta nueve. El GPS marcaba nueve horas y media para llegar a San Marcos Sierras pero nosotros sabíamos que iba a ser mucho más teniéndo en cuenta las paradas técnicas y todos los porteños enloquecidos por huir de la ciudad. Lo primero que pensamos era qué carajo íbamos a hacer doce horas arriba del auto.
Antes de subir a la Panamericana pasamos por La Colón a comprar facturas, después pusimos música y tomamos mate. Cada tanto bajamos a elongar las piernas y estirar las rodillas y a recargar agua caliente. Más adelante nos bajamos a comer los sandwichitos en la banquina. Por la ventanilla vimos unas quince tonalidades de verde, doscientas vacas, fábricas abandonadas, pueblos con nombres extraños. Escuchamos un podcast hasta que nos quedamos sin señal y empezamos a filosofar sobre un tema cualquiera. Vimos el atardecer por el espejito retrovisor y sacamos un par de fotos «artísticas». Me dormí mientras Nico cantaba canciones de Sabina. Me desperté y empecé a cantar con él. Bajamos en una estación de servicio a cenar algo y vimos un grupo de cinco o seis tipos que pedían Fernet rebajado con Gancia y pensamos que eso no era rebajar. También pensamos en la cantidad de espacio «vacío» (lo pongo entre comillas porque es vacío de edificios, de ciudad) que tiene la región pampeana de la Argentina y notamos el cambio abrupto de topografía cuando empezamos a ver las sierras en el horizonte. La ruta, ese espacio físico hecho para llegar más rápido hasta algún lugar, tiene ese halo de meditación: sólo hay que avanzar, parece que no va a pasar mucho y que estás atrapado en el camino —y en tu cabeza. Pero cuando llegamos a San Marcos Sierras teníamos la sensación de que el viaje había empezado mucho antes.
Me imagino que las ciudades, sobre todo cuando se las reduce a dos puntos sobre el mapa por razones prácticas, pueden representar los dos objetos, y el trayecto entre ambas representa el vacío que las separa. Desde hace una semana y media, París y Marsella, sin que necesitemos buscar círculos más o menos importantes en los mapas de rutas, sólo son los dos polos abstractos que permiten descubrir el espacio que las separa.
J. Cortazar y C. Dunlop, “Los autonautas de la cosmopista”.
A mi me cuesta pensar en nuestra ruta sólo como un conector: viajar por los caminos provinciales de Sicilia en bicicleta me da otras perspectivas. Tomo noción de la escala de un lugar, de cuánto son diez kilómetros en bajada y cuánto son diez kilometros en subida, entro a una ciudad por las calles de atrás y veo la posta del lugar, el detrás de escena del centro histórico, la cara real del día a día de sus habitantes; arriba de la bici siento todos los olores del camino, los cambios de temperatura, mis músculos del cuerpo trabajando, mis cambios de humor. En la ruta charlamos y comemos galletas de banana, chivamos a lo loco y nos cambiamos de ropa con total impunidad, sentimos cada bache del asfalto en las nalgas, soltamos un par de suspiros cuando aparece una secuencia de montañas, hacemos pis, encontramos tesoros, sentimos el tufo de la basura descomponiéndose al costado de la banquina —y nos apenamos de ver tal suciedad, esquivamos los animales muertos que se disecan bajo el sol mediterráneo, pedimos agua a algún vecino, sacamos fotos cual turistas en Roma, nos ponemos la campera cuando la temperatura baja de golpe 5 grados al acercarnos al mar.
Me revelo contra la modernidad.
En los no-lugares vivimos alejados del aquí y ahora y de las relaciones humanas, todo eso que implica vivir en el presente —y a conciencia de ello. Pero ¿qué pasa si ese no-lugar se convierte en el espacio donde paso la mitad del día y desde donde descubro una isla entera a 13 kilómetros por hora?

















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Hermoso relato. Envidiable experiencia. Muy bien contado.
Muchas gracias!! Me alegra compartir la experiencia