Son casi las seis de la tarde del día dos de noviembre. Muchas personas caminan por las calles del cementerio. No queda mucho más tiempo de sol y a contraluz distingo las siluetas de las personas que deambulan pero también las siluetas de las tumbas, de los panteones, de las cruces y de las estatuas. Puedo reconstruir un perfil urbano del pequeño pueblo que es el cementerio de Rosolini.
Casi todos los presentes están vestidos de negro, como hacían antes las viudas o como se ve en las películas. Llevan unos frascos rojos en las manos con una vela blanca encendida adentro. Las calles del cementerio están congestionadas de manchas negras que se mueven despacio, sutilmente iluminadas por luces rojizas que parpadean, hasta que se quedan quietas en algún lugar.

Hay una mujer parada sobre la tumba de su marido. La tumba es un sarcófago de mármol elevado sobre un podio y para subirse hay que treparse por las escalinatas del podio; en la cabecera del sarcófago hay una foto del difunto en color, flores y velas. La mujer tiene un trapo en la mano y lo golpea sobre el mármol oscuro para sacudir el polvo, lo sacude como espantando moscas. Tiene las piernas semi flexionadas y el brazo extendido como en la quinta posición de esgrima; yo la miro desde abajo y siento que es todo un esfuerzo físico mantener un sarcófago limpio. Está despeinada, transpirada, como quien hace muchas cosas a la vez: prende las velas, lustra el mármol, va y viene hacia una canilla y cambia el agua de las flores.
Los dos primeros días de noviembre son las festividades de Todos los Santos y Todos los Muertos en Italia, días dedicados a la memoria de los difuntos. Nosotros vamos al cementerio caminando. Todo es un peregrinaje. El camino es difícil: en lo que dura el trayecto no paramos de saludar vecinos, primas, tías, amigos y un viaje de media hora pasa a ser hora y media. El cementerio está lleno de pueblo (hago unos cálculos rápidos y digo que el 90% de los veintiúnmil habitantes de Rosolini asistieron, en algún momento del transcurso de esta festividad, al cementerio). Para ellos, prender una vela o decorar con flores un sarcófago es una manera de decirle a esa persona que están pensando en ella.
El cementerio de Rosolini se fue expandiendo a lo largo de las décadas: a la izquierda está la parte antigua, llena de lápidas de piedra y nichos en los muros con fotos en blanco y negro de los difuntos y en el ala derecha está la parte nueva, atestada de panteones familiares, que son como casitas o refugios con lugar para diez, quince muertos, con el apellido de familia tallado en el friso.
Siempre me pregunté si cuando te casás y te morís te ponen en el ataúd de tu familia de sangre o de tu familia política. Los vivos tienen que tomar muchas decisiones.
En la entrada del cementerio hay puestos callejeros que venden ramos de flores de colores y velas adentro de frascos rojos. Todos los compradores regatean los precios. Todos los puestos venden las mismas flores y las mismas velas, pero igual hay muchos puestos distintos como si hubiese distintas ofertas de compra. Para entrar al panteón familiar hay que pedir las llaves al guardia del cementerio. Nosotros vinimos a visitar el panteón Bonomo.
La noche anterior fue la tormenta de Rosolini y nuestro panteón se inundó. Entraron sesenta centímetros de agua. Se veía la marca de agua en las paredes de carrara y el piso era un barrial, entonces sacamos las escobas y los productos del limpieza de un pequeño gabinete y nos pusimos a trapear y secar. A un siciliano promedio le lleva bastante trabajo el mantenimiento de sus propiedades: generalmente, un siciliano promedio tiene una casa en el pueblo, que es la que se usa durante todo el invierno, una casa del mar, cerca de la playa para disfrutar el verano, y también una casa en el cementerio para el reposo final. La familia Bonomo que nos hospeda también tiene una cochera y durante las semanas que compartimos con ellos fuimos rotando las visitas entre los bienes inmuebles: visita a la cochera a sacar cajas y buscar el aceite de oliva, visita a la casa del mar a abrir las ventanas y regar las plantas, visita al panteón del cementerio a prender una vela y limpiar el piso.
Adentro del panteón, sobre una mesita con mantel blanco, hay una foto de una tía de Nico que inmigró a la Argentina en barco cuando tenía tres años, junto con sus hermanos y su mamá, y que falleció hace pocos años. Es raro verla ahí; siempre me pareció que perteneció a otro lugar, a la Argentina, a Carapachay, pero me gusta descubrirla en ese rincón. Es como volver a conocerla; todo lo que estoy aprendiendo ahora sobre este pueblo, estas calles, esta familia, estos rituales, también es aprender sobre ella. Yo hace más de dos años que no vivo en mi país, pero si alguien recorriera las calles de mi barrio también estaría recorriendo una parte de mí. Al final de dónde venimos dice mucho de nosotros. Me alegra saber que también de este lado del hemisferio hay una familia que la recuerda como una Santa.
La gente camina alegre por las calles del cementerio, nadie llora. Años atrás, las familias se sentaban frente a las tumbas o los panteones toda la jornada a pensar en sus muertos. Hoy, se encuentran con vecinos y amigos, se saludan, hablan de sus familiares, charlan. Empiezo a pensar que el cementerio es un lugar más para sociabilizar como la plaza o el lungomare. Siempre conocés a alguien. Incluso nosotros, que somos “de afuera”, saludamos gente después de algunas semanas de vivir acá. Hay veintúnmil habitantes en Rosolini, casi la misma cantidad que hay en Carapachay, el barrio donde vivía en Buenos Aires. Yo no conocía a nadie en Carapachay. A veces ni siquiera saludaba a mi vecina de al lado. En Rosolini vivo hace pocos días y ya entré a casas de vecinos, los cruzo en la calle, nos invitan a un café.
Empieza a llover. La gente se desespera y se amontona debajo del único techo que hay en todo el cementerio, bajo el arco de entrada. Nadie quiere mojarse pero también todos se matan de risa. Yo también me río: de pronto el paisaje se llena de color con los paraguas abiertos, las bolsas de plástico en la cabeza de las señoras y los pilotos de lluvia. Me encanta este viaje a través del Día de Todos los Santos y el día de Todos los Muertos.
Empiezan a llegar los autos a buscar gente. Todos quieren alcanzar a alguien con el auto, dejarte en tu casa, porque los sicilianos se ayudan entre ellos todo el tiempo —y si no pueden ayudarte van a encontrar a alguien que lo haga. Nosotros tenemos ganas de caminar bajo la lluvia. La verdad es que no tenemos mucho más para hacer, además las distancias nos parecen cortas, pero es muy difícil decirle que no a un siciliano, así que nos metemos en el auto de alguien, un amigo de un amigo, y nos lleva a la puerta de casa.
Nadie en Rosolini quiere caminar ni para ir a comprar el pan, todos van en auto a todos lados por todo el pueblo, como si todo quedara lejos, quizás para sentir que no viven en un lugar tan pequeño.

La última imagen que tengo hasta entonces de visitar a un familiar en un cementerio es cuando murió mi abuela Tona. Recuerdo cómo bajaban su ataúd de madera adentro de un pozo de tierra. Yo tenía trece años. Me pareció tan morboso pensar su cuerpo adentro del cajón que sentí que me ahogaba. Quería vomitar pasto y tierra. Quería que me sacaran de ahí o que me taparan los ojos, como si estuviese viendo una película de adultos o siendo testigo de algo que no debería saber.
Nunca más fui a ver el entierro de nadie. Cuando murió mi otra abuela yo tenía veintisiete. Nunca fui al Cementerio de Chacharita a visitarla, pero más de una vez me senté en la puerta de la casa donde vivía a pensar en ella.
Años después, mientras camino por el cementerio de Rosolini, no me parece tan mala la idea de un cuerpo adentro de un cajón de mármol blanco, elevado del suelo. Deben ser muy pocos quienes visitan a sus muertos en Buenos Aires. Ni siquiera existe el Día de Todos los Santos ni de Todos los Muertos de donde yo vengo. Ningún siciliano entiende esto que les contamos: que a veces cremamos a las personas, que no celebramos la muerte, que los cementerios no son lugares agradables para caminar, que no charlamos con los vecinos, que los cementerios están lejos, en otro barrio, y que no hay amigos para encontrarse allí cerca. Nos miran con impresión.
Ahora vivo en Edimburgo. Acá los cementerios están en medio de la ciudad; hay edificios con ventanas que miran a las lápidas, la gente suele salir a caminar o pasear a sus perros por los cementerios. Muchos son un como un gran parque de esculturas: cruces celtas, cabezas de medusas, obeliscos. Algunos tienen lápidas talladas en piedra de hace cientos de años. La cultura celta, que se expandía —principalmente— por Gran Bretaña y el norte de España y que hoy es parte de las influencias culturales de Escocia, no le tenía miedo a la muerte: la consideraba parte de la vida. En Edimburgo, la capital de Escocia, los cementerios son parte del paisaje urbano y jamás vamos a encontrar las puertas cerradas: es para permitirles a los muertos que salgan por la noche a visitar a sus familiares y amigos. Algunos cementerios tienen un elemento de referencia, un objeto grande y alto como un obelisco, que funciona como faro para indicarles a los espíritus el camino de vuelta.
Me gusta saber que las puertas de Escocia están siempre abiertas para los muertos pero también para los vivos.
Antes pensaba en los cementerios como lugares planos y anchos, alejados de la ciudad o del centro, a los que se llega en peregrinaje; lugares en los que no se puede reír ni hablar, que causan tristeza. Ahora que los cementerios de la ciudad donde vivo son parte del paisaje urbano —yo misma vivo frente a uno: lo miro cada mañana desde la ventana de mi living— pienso que los cementerios son lugares para conectar con el pasado pero también para dejar de sentir que la muerte debe ser innombrable, triste y solitaria. Recorrer los cementerios de Italia durante nuestro viaje había sido una especie de juego y búsqueda de la raíz: buscar mi propio apellido, encontrar apellidos de amigos y familiares; imaginar que esos posibles antepasados estuvieron allí.
Los muertos están muy presentes en todo Rosolini (más tarde descubriríamos que están muy presentes en todo el sur de Italia). Las calles del pueblo están empapeladas con carteles de difuntos. Son afiches que se pegan con cola en las paredes de algún edificio el día del aniversario de muerte de alguien. Es normal ir caminando por el barrio y ver un afiche con la cara de alguien, el nombre, el día que falleció y algún otro dato, como quién era o por qué se le recuerda. Es como si las personas nunca se fueran.
En Escocia no hay afiches de los muertos: las familias de los fallecidos compran una pequeña placa con el nombre y alguna referencia de la persona e instalan un banco en un lugar público, un lugar donde siempre volver a sentarse a pensar en el difunto. Lo más lindo es que los bancos son de todos y cualquiera puede sentarse, leer un nombre y traer esa persona al mundo de los vivos aunque sea por unos segundos.
Los Santos también están muy presentes en Sicilia: cada pueblo tiene el suyo y lo celebran, al menos, una vez al año. San Corrado, por ejemplo, es el santo patrono del pueblo de Noto. El día de su fiesta, un grupo de hombres carga una urna de plata que contiene los restos del Santo y comienzan una procesión por las calles principales del pueblo. Parten de la Catedral y llevan la urna en los hombros hasta otra Parroquia. Todo el pueblo —y turistas— acompañan al santo en la procesión. Es una fiesta enserio: hay música y hasta fuegos artificiales.



Una vez leí que la mejor forma de recordar a alguien que ya no está es pensar qué era lo que más te gustaba de esa persona: eso que solía hacer, esa forma de decir, y hacerlo también. Así va a estar siempre en vos. Haydée proviene del verbo griego acariciar. Antonia deriva del latín Antonius, que significa valiente. Mis abuelas son las santas patronas de mi vida: no las que se cargan en una urna, sino que también son mi pueblo, las que caminan —y viajan— al lado mío. Feliz Día de Todos los Muertos y Todos Los Santos, días llenos de vida.
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*Una peli: Coco, para ahondar en el tema (y llorar un poco también).
*Una lectura: lo que reflexionamos el día después de la experiencia en el Cementerio de Rosolini en nuestro IG.
*Un blog que me gusta y uso mucho en Escocia es este y este post es sobre los mejores cementerios de Edimburgo.
Enriquece y lleva a la reflexión esta otra visión de la vida y de la muerte que expresan en ese pueblo italiano y que vos nos relatas y nos das a conocer tu opinión.
Acá en Bs As la Iglesia Católica celebra el día de Todos los Santos y el día de los Muertos el 1 y el 2 de noviembre respectivamente. Muchos lo hacen asistiendo a misa en esos días. Si no recuerdo mal cuando yo estaba cursando la escuela uno de esos días era feriado.
Sabes que me gusta relacionar las fechas, y hablando de tus abuelas hoy es el aniversario del fallecimiento de Tona y dentro de tres días sería el cumpleaños dé Haydee.
También recuerdo que siempre me gustó visitar el cementerio de Miramar. Iba con la bici, entraba y recorría leyendo los nombres de las personas…
Te quiero.
Gracias por tu comentario!! Me imaginé que también en Bs As se celebraría de algún modo pero la verdad que para mi no existían esos días! Me encantó lo del cementerio de Miramar! Por qué será que da tanta curiosidad?
Gracias por recordarme las fechas!!
Te quiero!!